
Las clases, el patio y todos los rincones del cole han despertado del intenso sopor veraniego y han recuperado la vida juvenil que salió a la carrera, con gritos de júbilo y algún que otro pataleo, un 23 de junio sudoroso y lejano. Todas las puertas se han abierto de par en par para recibir a las cientos de voces que al unísono cuentan, con impaciencia y atropelladamente, las innumerables peripecias ocurridas durante el verano.
Los más peques, recién llegados por primera vez, han estrenado su nuevo e inmenso cole de la mano de sus papás, que buscaban las palabras y los gestos, haciendo lo posible y lo imposible, para que la nueva aventura comenzara con buen pie. Una mezcla de sorpresa, preguntas, risas y algunas lágrimas que se agarraban a la falda de mamá, han llenado el ambiente de los acogedores pasillos de infantil, provocando más de una sonrisa en quienes nos cruzábamos con ellos.

Los de primaria entraron, en cuanto se abrió la verja, como lo hacían quienes esperaban impacientes la apertura de los grandes almacenes el primer día oficial de las rebajas. Luego, ya más tranquilos en el patio, saludaban a viejos compañeros y profes, al tiempo que empezaban los relatos orales de la gran aventura a través de las vacaciones estivales, con profusión de gestos que denotaban la inequívoca alegría del reencuentro. Hasta las palomas se acercaban a escuchar y comprobar si las historias eran verídicas o, en parte, magnificadas, como si de un relato épico se tratase.
Los de primero de la ESO aparecieron por su nuevo pasillo de secundaria con la sensación de haberse encogido, de haberse vuelto enanos, como en la película; ellos, tan gallardos y apuestos en 6º, los mayores de primaria, los que llevaban la voz cantante como gallos dueños del corral, se veían ahora recluidos al último rincón del lugar, con profes desconocidos que entraban y salían, repartiendo instrucciones y trabajo como si no quedara un mañana…¿Dónde habían caído? ¿Iba a ser así todo el año? Con lo bien que se estaba en 6º… ¡Yo quiero volver a mi antigua claseeee!, gritaban las caras en algunos de ellos…
Los otros de secundaria tardaron un tiempo – mayor cuanto más visible la aparición de los incipientes pelos de la barba - en darse cuenta, a medida que avanzaban pesadamente por el pasillo camino de su clase, de que no era una pesadilla, ni siquiera un mal sueño lo que estaba ocurriendo.
Esa entrada en clase era real, como la vida misma, y la bajada a tierra – para algunos, descenso a los infiernos – era dura, no por esa mañana en concreto, sino por todos los otros incontables y duros amaneceres que intuían, esperando como aves de presa, en el horizonte de los rocosos meses de invierno…

Pero “no hay mal que cien años dure”, decía la abuela, y éste, en concreto, no es más que un espejismo en cuanto llega la tribu al completo y se comparte todo, lo bueno y lo menos bueno, y no digamos si el profe o los compañeros vienen “sembraos” o con ganas de animar un poco la feria. En caso contrario, la imaginación es prodigiosa cuando el educador es el blanco en momentos de tedio. En cualquier caso, no es tan fiero el león como lo pintan y, tras los primeros compases, la jungla comienza a tomar aspecto de sabana: amplia, diáfana, no exenta de peligros, pero hermosa y preparada para una nueva aventura…escolar. Atrás queda la dulce sal de las olas, los deseos imposibles bajo un cielo estrellado, las encadenadas fiestas de los pueblos y el vivir en la nube del cuento…, añoranzas que son porque se acaban y que contrastan con el gesto de alivio – inspiración profunda, expiración prolongada - en tantos rostros adultos en cuanto los seguidores de Willy Fog flanquean, ya de vuelta, la puerta del cole.
José Luis